Estaba sentado en la barra
fumándome un cigarrillo, era última hora, el trabajo me había agotado y los
últimos clientes que quedaban estaban apurando sus copas. Cristian me sirvió un
trago de whisky, era el dueño del bar,
mi jefe, hijo de emigrantes daneses, alto, espigado, hablaba mucho y muy
rápido, me cansaba hablar con él, por eso intentaba dirigirle poco la palabra y
me dedicaba a trabajar, quizá fuera esa la razón por la que tardó tanto tiempo en despedirme. Nunca nos caímos bien.
Entró una mujer joven,
parecía extranjera y desubicada, me dijo algo que no pude entender, la dirigí a
Cristian con la mirada mientras levantaba las cejas, intentando hacerla ver que
me importaba poco cualquier cosa que me pudiera decir y me dejara tranquilo,
pero no dio resultado e insistió en su pregunta. – conoces un bar que se llama
Taboo?- me preguntó. Definitivamente era extranjera, inglesa probablemente,
tenía unas buenas piernas y un trasero bastante aceptable, la dije que si
esperaba unos minutos la acompañaría, no era bueno dejar una chica como esa
sola por ahí. Recogí mis cosas y le dije a Cristian que me iba y antes de que
me pudiera decir cualquier cosa ya me encontraba en la calle.
Aunque nos dirigíamos a aquel bar que odiaba yo me
sentía afortunado, algo así como un depredador de la sabana que había
conseguido atrapar una presa herida, una especie de león indómito que había
encontrado una cría de gacela, la ley de la selva pensé…. Se llamaba Keith, y
en ese momento no sabía lo indefenso que me iba a dejar algunos años más
adelante.
Entramos en aquel sitio, se
suponía que iba en busca de unos amigos, la dije que si quería charlar iba a
estar en la barra, asintió y despareció entre la gente. La música de aquel
lugar era espantosa y su volumen la hacía insoportable. Apenas tenía dinero, no
me gustaba aquel sitio, solo quería llegar a casa, abrir una cerveza y leer un
libro que dejé a medias la noche anterior. Pero me quedé, que caprichoso es el
destino. Llegué a la barra, me pedí un whisky solo con hielo y un chorro de
agua, me encendí un cigarrillo y me giré a echar un vistazo a aquel frenético
gentío que hervía con cada baile, era como observar un enjambre de abejas justo
después de haber lanzado una pelota de tenis ardiendo contra su panal, todos se
relacionaban entre sí, bailaban, hablaban, ¡hablaban! ¿De qué coño podías
hablar en un sitio como ese? Nunca me gustaron aquellos lugares. Terminé la
copa y pedí otra, la camarera me atendió con la misma falta de entusiasmo.
Cuando me giré, allí estaba Keith, bailando animosamente con un chico alto,
guapo, con clase, eso me hizo sentir mal, no sabía muy bien porque pero me
deprimió bastante. Ella me miró y pareció decirle algo al oído a su macho alfa,
entonces empezó a andar en mi dirección, se acercó, se apoyó en la barra justo
a mi lado y se dirigió a la camarera, pidió y me ofreció un cigarrillo mientras
se colocaba uno en los labios, yo acepté y la ofrecí fuego, lo encendió y
mientras expulsaba el humo hacía mi cara me dijo:
- ¿Tu no hablas mucho no?,
es una pena, porque soy nueva aquí, y no conozco mucha gente.
-No me gusta este sitio- respondí
-Vamos a un sitio que te
guste
-No me suelen gustar muchos
sitios, y los que me gustan a mi no les suele gustar mucho a la gente
-A mí tampoco me gusta este
sitio. No encuentro a mis amigos, vamos llévame a algún sitio.
Apuré mi copa y salimos
fuera. Antes de llegar a la puerta ya me había cogido de la mano, me la apretó
fuertemente, aquello me hizo sentir bien, de alguna manera ella me había
elegido, nunca antes me habían elegido para nada.
Al salir giramos a la
izquierda, la calle estaba llena de gente, borrachos por aquí y por allá, todos
parecían disfrutar. Pensé que sería mejor pasar por casa primero, guardaba una
botella de vino desde hacía algún tiempo, la reservaba para una ocasión
especial, pero… ¡qué mejor momento que ahora para beberla! Andábamos a un paso rápido, casi tiraba de
ella, no estaba acostumbrado a andar con gente, siempre caminaba solo y lo
hacía de forma veloz, una herencia de mi impuntualidad crónica. En la escuela
nunca llegué a clase antes de empezar la maestra, en 4º curso, recuerdo un día
en especial. Era carnaval, y se había planeado una fiesta, todos teníamos que
ir disfrazados, el tema era libre y a mi hermana se le ocurrió que ir vestido
de bebé era una gran idea. Yo no me resistí, nunca fue mi fuerte resistirme.
Aquel día nos despertamos un poco antes de lo habitual, en la radio sonaba
“it´s the final cuntdown” un tema de The Europe que se puso de moda por aquella
época y se podía escuchar en la radio una y otra vez. Mi hermana ya tenía todo
preparado y después de desayunar empezó con mi acondicionamiento. Primero
me colocó un pañal, me hizo un par de coletas, me pintó la cara con unos
grandes coloretes y un montón de pecas repartidas por todo el rostro. La tarde
anterior me había comprado una gran piruleta que me hizo llevarla en la mano y
me hizo prometer no abrirla hasta llegar a la escuela y me colocó un chupete en
la boca. Ya estaba listo, era febrero y hacía bastante frío, pero un día es un
día pensé, y no me importó. Como siempre, no iba a llegar puntual, ni si quiera
a la fiesta. Bajé corriendo, excitado por el día tan estupendo que nos
aguardaba, no me encontraba muy cómodo con mi caracterización, pero pronto me
dio igual, solo deseaba llegar y pasarlo bien. La calle estaba desierta, no
había nadie, miré el reloj, 15 minutos tarde, entré en el edifico, subí las
escaleras y le pegue unos lametazos a la piruleta. Llegué exhausto a la puerta,
4ºB, cogí aire y la golpeé fuertemente, escuché una voz, era Doña Pepi, me dijo
que entrara, abrí la puerta. Chupete, piruleta, pañales, grandes coloretes,
pecas repartidas por el rostro, mis dos coletas… al dar mi primer paso me di
cuenta, me acordé, la fiesta era por la tarde, todo el mundo sentado en sus
pupitres, con sus pantalones y faldas y sus jerséis y sus cuadernos de estudio
y sus estuches y sus lapiceros y sus caras de asombro. Se escuchó alguna risa
tímida y luego alguna otra, se fueron sumando algunas más, Doña Pepi se acercó
rápidamente y me sacó al pasillo, desde allí pude oír las carcajadas, eran como
un concierto coral, una sola carcajada salía de todas ellas, una brutal
carcajada que se clavo en mi pecho y lo hundió e hizo multiplicar por treinta
el peso de mi cuerpo.
-Javi, si quieres vete a
casa te cambias y vuelves, la fiesta era por la tarde, lo siento mucho…
-No se preocupe seño, si no
la importa, prefiero quedarme, solo necesito un
boli.
-¿Estas seguro?
-Si, no se preocupe, está
bien. Las palabras salían entrecortadas de mi boca.
Entramos los dos, me senté
en mi asiento habitual, Sergio, mi compañero de mesa me miró intentando
aguantar la risa, le pedí papel y lápiz, me lo dio sin dudar un segundo,
mientras la señorita Pepi intentaba excusarme delante de la clase una lágrima
se deslizaba por mi mejilla izquierda.
jejejej que bueno, mola el relato, la historia del día de disfraces ya la habia oído, aunque aquí resulta un poco triste...
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