Tras seis horas de vuelo solo pensaba en llegar por fin a
Lima y rodearla con mis brazos de nuevo, tras tres meses sin vernos me había
imaginado de mil maneras distintas como sería nuestro reencuentro, tras cinco
años de altibajos quería de una vez por todas empezar de nuevo, lo había dejado
todo, solo llevaba conmigo lo poco que había conseguido ahorrar y tres
botellitas de whisky escocés de baja calidad que sirven las azafatas en los
vuelos transatlánticos, que bebí sin más, mientras intentaba
percibir algo a través de aquella jodida ventanilla, no conseguí ver absolutamente
nada, por lo menos me dormí en el intento.
Una de las azafatas me despertó poco antes del aterrizaje,
aun estaba oscuro en el exterior, coloqué el asiento en la posición que me
indicó y pude ver el buen material del que estaban hechas sus largas piernas
mientras volvía por el pasillo con paso alegre y decidido.
Tras unos minutos pensando en Keith, de nuevo Keith, empecé a
poder
apreciar poco a poco las luces de la ciudad de Lima, ya
estábamos llegando al aeropuerto, la ciudad dormía encendida, las farolas dibujaban
una ciudad desordenada, casi aleatoria, una ciudad construida por la
necesidad de miles de personas que llegaban cada año a la capital buscando una
vida mejor, antes de darse de bruces con su realidad y verse en cualquier plaza
pública lustrando los zapatos de algún cretino a cambio de una miseria, todo
ese trabajo para que anduviera con sus jodidos zapatos limpios, un hombre que
no es capaz de limpiarse sus propio zapatos no merece ningún respeto, pensé.
Mientras tanto, no dejaba de pensar en lo diferente que iba a
ser mi encuentro con Keith a como fue nuestra separación meses atrás, en un
escenario parecido, otro aeropuerto, aquella ocasión en España, en
Madrid, en Barajas, en el control de salidas de la Terminal 1. El aeropuerto es
fácilmente divisible en dos partes, una de salidas, otra de llegadas, penas,
alegrías, despedidas, reencuentros, lágrimas, abrazos, miradas furtivas, grandes
ramos de flores… me apreté el cinturón, el avión iba ya a aterrizar y nunca me
gustaron las
alturas.
No me sentí en Perú hasta que aquel policía de aduanas de
figura gallinácea me hizo desempaquetar todo mi equipaje momentos antes de
volver hacérmelo empaquetar para luego sellarme el pasaporte sin una palabra
de mas, ¡bienvenido!
Salí a la sala de llegadas confiando en encontrar el rostro
de Keith, pero solo conseguí ver carteles con nombres que no eran el mío, un gran
tumulto de gente alborotada con el deseo de encontrarse de nuevo con
aquellos que hacía tiempo que no veían, familiares y amigos, que tomaron el
camino de una nueva tierra prometida, pero ni rastro de mi Keith. Me quedé allí
esperando un largo rato, hasta que me entró sed, pronto vi una cafetería abierta
y me dirigí hacia ella, la camarera me indicó amablemente que no servían
alcohol en el aeropuerto, me señaló también donde encontrar un teléfono
público, la di las gracias y fui a llamar a Keith, busqué su número en mi
cartera, lo encontré y la llamé, después de varios tonos saltó el contestador, repetí
la acción, se repitió
el resultado, llame una vez más, esta vez el teléfono estaba
apagado. Empecé a pensar que no la iba a ver esta noche, fui a la cafetería a
intentar que me vendieran un trago, pero no hubo manera, no entendía muy bien
porque uno no se puede emborrachar libremente en un aeropuerto, cuando es
un sitio que parece diseñado para ello, en pocos lugares hay tanto tiempo
libre y tan poco que hacer con él.
Me había imaginado nuestro reencuentro de mil maneras
diferentes, pero
nunca me imaginé uno como esté... la verdad es que a veces
las cosas no
salen como nosotros las planeamos, proyectamos en nuestra
mente ideas de
cómo queremos que sean las cosas, lo hacemos tantas veces que
al final
convertimos nuestros deseos en realidades, el tiempo nos
suele aclarar ideas. Esta vez no tendría su piel a mi alcance, sus labios no se
juntarían con los míos como solían, no recorreríamos la ciudad como tantas
veces imaginé, ni iríamos a cenar a los restaurantes de moda, no daríamos
largos paseos en ningún barrio bohemio, no me enseñaría la escuela donde
trabajaba ni me presentaría a sus alumnos, no buscaríamos los rincones
ocultos que su cama guardaba, no compartiríamos ninguna otra ducha… en el fondo
sabía que ocurriría algo parecido, siempre lo supe, desde que la
llamaron para este trabajo y dijo que si, sabía que justo allí se acababa todo…
Ahora me encontraba en Lima, no sabía muy bien de donde
venía, no sabía
muy bien si quiera si existía el lugar a donde iba, estaba en
un aeropuerto, solo, lo cual me aportó cierta sensación de libertad, era
hasta cierto punto confortable saber que nadie me esperaba y que no tenía que
esperar a nadie, conté el dinero en efectivo que tenía, cambié algo en moneda
local y sin saber muy bien qué hacer, decidí que ya era hora de irse, salí
fuera, pronto me empezaron a acosar cientos de energúmenos que me insistían en
que tenían
los mejores precios de la ciudad, que me llevarían a
cualquier sitio de la ciudad por 150 soles peruanos, me zafé de ellos y fui directamente a
por un taxista
con cara de niño que estaba fumándose un cigarro en el
abollado capó de su viejo automóvil, indiferente, nada más verme se incorporó
rápidamente, insistió en cogerme la maleta para posteriormente introducirla en el
maletero, me abrió la puerta y de un salto se colocó rápidamente en su asiento,
arrancó y comenzó a andar, la ciudad estaba desierta, por lo menos el
aeropuerto estaba desierto en sus alrededores, aunque quizá todas las ciudades
están desiertas alrededor de sus aeropuertos.
-
¿Dónde vamos señor?- me
giré a mirar por la ventanilla trasera, un avión
despegaba con destino a cualquier
otra ciudad de mierda - ¿señor?,
¿Dónde quiere ir?
-
Lléveme al aeropuerto
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